jueves, 30 de septiembre de 2010

Horacio

Carminum I, 3 (El viaje de Virgilio)
Que la poderosa diosa de Chipre 
y los hermanos de Helena, lucientes astros, 
y el padre de los vientos te guíen, 
y sople el Yápige favorable, 
oh nave que me debes a Virgilio, a ti confiado. 
Te ruego que lo restituyas incó1ume 
a las regiones Áticas 
y conserves así la mitad de mi alma. 


De roble y triple acero 
estaba rodeado el pecho 
de quien atravesó por vez primera 
el piélago cruel en frágil balsa, 
y no temió los ímpetus del Ábrego 
en lucha con los Aquilones, 
ni a las Híades tristes,
ni la rabia del Noto, 
dueño absoluto del Adriático 
que a su gusto levanta o apacigua las olas.

 
¿Qué cercanía de la muerte infundió miedo 
a aquel que con los ojos secos 
vio los monstruos nadando, 
el mar airado y los infames 
arrecifes de Acroceraunia? 
En vano un dios prudente 
separó la tierra del insociable Océano, 
si es que naves impías 
surcan prohibidas aguas.

 
Audaz en perpetrarlo todo, 
la raza humana se precipita 
por el abismo de lo sacrílego; 
audaz, el linaje de Jápeto 
trajo el fuego a los hombres, 
valiéndose de engaños; 
y, tras el fuego, arrebatado 
de la mansión celeste, 
la palidez y una cohorte nueva 
de fiebres invadieron la tierra, 
y la necesidad de morir, 
tardía en otras épocas,
adelantó su paso y su llegada; 
dédalo atravesó el éter vacío 
con alas no otorgadas al hombre; 

un trabajo de Hércules 
traspasó el Aqueronte: 
nada imposible hay para los mortales. 

En nuestra estupidez, 
ambicionamos el propio cielo, 
y, por culpa de nuestros crímenes, 
no dejamos que Júpiter deponga 
sus rayos iracundos.



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